Los padres y las madres solemos tener interiorizado un modelo de hijo o de hija. Dicho modelo se configuró en nosotros, de forma no consciente, con la educación.
¿No os habéis descubierto haciendo con vuestro hijo lo mismo que vuestros padres hacían con vosotros? Incluso algunas de esas conductas, decías que no las harías nunca; sin embargo, si no se ha trabajado sobre ellas, se repiten tal y como se memorizaron.
A medida que los hijos crecen, los padres contrastamos lo que hacen con nuestro modelo. Si existe coincidencia entre ambos, las relaciones son fluidas y estamos satisfechos; si no es así, se nos despierta el miedo, el enfado…, y asistimos a una especie de guerra cotidiana, en la que intentamos que los hijos se amolden a nuestras expectativas.
Para que se dé una buena relación, los padres necesitamos aceptar plenamente a los hijos y permitir que hagan su proceso. Si no lo hacemos así, es bastante probable que empecemos a reprocharles o a culparles por mostrarse de forma distinta a como nos gustaría.
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Si aceptamos a los hijos y les respetamos, vivimos amor incondicional hacia ellos; de lo contrario, ponemos tantas condiciones que supeditamos nuestro amor a su conducta. Cuando decimos: “Me has hecho enfadar” o “¡qué vergüenza me has hecho pasar…!”, le estamos diciendo: “Así no te puedo querer, tienes que cambiar”.
Este tipo de situaciones a los padres nos producen sufrimiento y para evitarlo, intentamos controlar la vida de los hijos. Esto lo justificamos como beneficioso para ellos, dado que pensamos que si hacen lo que le decimos les irá mejor. No dudo de que determinados aspectos les ayuden, pero la razón profunda de dicho control, responde más al intento de evitar los sufrimientos que se nos presentan al observar algunos comportamientos de los hijos.
Los padres tenemos responsabilidades con los hijos, más considero que, sobre todo en la adolescencia, les cuestionamos en exceso. Necesitamos incorporar que tienen derecho a hacer su vida y nosotros estaremos cerca para acompañarles en su viaje. De lo contrario contribuimos a que se abran heridas emocionales, en ellos y en nosotros, que dificultan las relaciones. Es preciso distinguir las necesidades de los hijos de nuestros miedos, pues con frecuencia los proyectamos sobre ellos, aunque no seamos conscientes de estar haciéndolo.
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