Hemos tenido un mal día en el trabajo, entramos en casa y lo encontramos todo patas arriba: el suelo lleno de juguetes mientras nuestro hijo juega con el mando a distancia. No ha hecho ninguna de las tareas que le habíamos asignado y, entonces, nuestro mal humor estalla de manera inmoderada. ¿Cómo podemos evitar herir al niño con nuestras palabras? ¿Puedo convertir el mal humor en un discurso instructivo?
Todos los padres hablamos habitualmente de forma reflexiva, ya sea en casa, en el trabajo, cuando vamos de compras o con los amigos y conocidos. Sabemos mantener la compostura y mostrarnos como personas que saben controlarse y medir tanto lo que dicen como lo que no dicen.
Si yo me pregunto ahora con quiénes utilizo más las palabras cariñosas, positivas y gratificantes, diré que con mi pareja y con mis hijos. Y seguro que es así, pero también lo es que con ellos soy capaz de utilizar también las palabras más destructivas, las más hirientes y las más negativas. ¿Es este también tu caso? ¿Te has preguntado por qué con las palabras somos capaces de herir a las personas que más amamos?
Cuando estamos relajados, descansados y de buen humor nuestras palabras reflejan ese estado interior y difícilmente hacemos uso de un vocabulario negativo o hiriente. En cambio, cuando estamos cansados, estresados o con trabajo acumulado, los conflictos cotidianos pueden adquirir dimensiones exageradas. Suele ser entonces cuando mostramos lo peor de nosotros mismos.
Centrémonos ahora en las situaciones de conflicto con nuestros hijos y mirémonos desde fuera, poniéndonos en su lugar. Verter la leche con cereales, dejar el abrigo tirado en el recibidor o no tapar la pasta de dientes, no pueden ser problemas vividos por él como para recibir las acusaciones, los gritos o las descalificaciones que, en momentos de crisis, somos capaces de verter sobre él. Adele Faber, en su útil y recomendable obra, nos dice:
Las palabras tienen el don de perdurar larga y venenosamente en la memoria. Y lo peor es que algunos niños las resucitan más tarde para utilizarlas como armas contra sí mismos.
Enfadarse o sentir ira no es negativo en sí mismo. Son sentimientos propios a la naturaleza humana de los cuales todos participamos en un momento u otro. Lo difícil es sentir enfado, ira o furia sin dañar a la persona que tenemos delante, y, seamos honestos, nuestros hijos cargan a menudo con elevadas dosis de malhumor que le corresponderían a nuestro jefe, a la economía o al dolor de espalda. Aristóteles ya decía:
Cualquiera puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada, con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.
Los padres nos enfrentamos diariamente a situaciones de conflicto con nuestros hijos. A menudo, vivimos su desobediencia, o su poca colaboración o su inmadurez como una afrenta. Y es entonces cuando nuestras emociones pueden desbordarnos. Sin embargo… ¿es justo y razonable que, a veces, reaccionemos ante nuestros hijos dando rienda suelta al mal humor y al enfado?, ¿no sería conveniente preguntarnos qué deberíamos hacer para evitar que la expresión incontrolada de emociones nos causen malas pasadas de las que luego nos arrepentiremos?, porque, francamente, ¿cuántos padres son capaces de controlar siempre sus reacciones y, en consecuencia, sus palabras?
Reconocer qué sentimos es el primer paso para identificar un posible arrebato de malhumor o de enfado. Permitirnos sentir emociones negativas de cierta intensidad nos ayudará a reducir nuestra ansiedad frente a ellas.
Cuando ya hemos reconocido o identificado qué sentimos, el siguiente paso es NO RESPONDER. Salir de la habitación o cerrar los ojos unos instantes para pensar en lo que vamos a decir antes de «soltarlo». ¿Quiere esto decir que no hemos de corregir las conductas no adecuadas de nuestros hijos?, evidentemente no. Se trata de no reaccionar «en caliente», lo que es muy sencillo de entender y, en ocasiones, tan difícil de llevar a la práctica.
Una vez calmados será más fácil apreciar la dimensión real del problema y actuar en consecuencia, lo que debe permitirnos prestar atención a las palabras y huir de las acusaciones tipo: «eres un desastre, otra vez has dejado el lavamanos patas arriba después de ducharte». Es preferible describir lo que ha sucedido sin emitir juicios de valor, por ejemplo: «el lavamanos necesita que lo revises de nuevo si ya has terminado de ponerte el pijama». La descripción de los hechos ayuda mucho a centrarnos en el presente, en el suceso real, sin añadirle toda la carga emocional que probablemente se ha despertado en nosotros. Con ello mostraremos que le aceptamos a él como persona pero no aceptamos las acciones negativas que pueda hacer.
Añadir un comentario con buen humor es una de las mejores formas de recuperar el buen ambiente y conectar de nuevo con lo mejor de nosotros.
Finalmente, si a pesar de todo hemos perdido el control y hemos usado las palabras para agredir a nuestro hijo, seamos capaces de pedirle perdón o de demostrarle que sentimos lo que ha sucedido. Será la mejor manera de restablecer la relación cicatrizando las heridas interiores que las palabras pueden provocar.
Recordemos que la palabra es una herramienta con la que construimos o destruimos las relaciones con nuestros hijos. Ser conscientes de qué decimos y cómo lo hacemos nos ayudará en todas las situaciones a mostrarles lo mucho que los queremos.
Por: Carmen Herrera García
Profesora de Educación Infantil y Primaria