Cuando nacemos se dice que nuestras madres han alumbrado o han dado a luz. Creo que no hay cosa más real; ellas se encargan de traer al mundo una nueva lumbrera, una que iluminará durante muchos años, aún después de despedirse físicamente de este mundo.
Luego de unos meses los recién nacidos comenzamos a ser influenciados por el mundo exterior, y nuestra luz comienza a desvanecerse o a fortalecerse. La diferencia está en quién nos rodea o de quién nos rodeamos. Unos somos vistos como estrellas y nuestra luz interna alumbra cada día con más brillo, mientras a otros nos tapan con malos presagios, como colocándonos capas que van cubriendo nuestra luz.
Todos tenemos muchas cosas buenas, aunque en otras quizá no seamos los más desarrollados. Hablo de la realidad que “somos” y no de lo que “tenemos”. Y más aún, quiero que seamos conscientes de lo que podemos llegar a ser. Insisto: “ser”, no “tener”.
El principal inconveniente inicia con la comparación… sí, la malvada comparación. Desde niños nos comparan con los hermanos, los primos, los compañeros del colegio, los hijos de otros y hasta los niños que son o han sido famosos. ¿Y saben lo peor? Otros padres comparan a sus hijos con los nuestros… que paradoja. Y así crecemos y nos acostumbramos a compararnos con otros para sentirnos menos. Pero, ¿saben la realidad? En verdad no nos comparamos con otros, nos comparamos sólo con una parte de los otros.
Un niño es bueno para las matemáticas y otro para el deporte; otro es obediente y otro disciplinado; uno es cariñoso y otro es inteligente… pero no todos son todo. Queremos que nuestros hijos sean como todos ellos juntos (pero sólo las partes buenas de cada uno) y no como lo que son.
Queremos ser mejor que lo mejor de muchas personas juntas y no nos concentramos en vivir lo que realmente somos y en conseguir ser cada día mejores.
Por: Diego A. Sosa/ Coach, Escritor, Conferencista y Consultor.