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Prohibir a un niño ciertas conductas no implica que aprenda cuál es el comportamiento adecuado.

¿Cómo educar al niño que muerde? En el caso de los bebés o niños que muerden a sus amiguitos o compañeros en la escuela, el niño solo sabe que morder no está bien, pero desconoce cuál es la conducta adecuada para conseguir lo que desea. A los niños hay que servirles de ejemplo y mostrarles nuevas formas de relación (utilizar el lenguaje para expresar sentimientos, escuchar al otro, establecer turnos, tiempos de espera, caricias y abrazos, etc.). Y, por supuesto, hay que elogiar a los niños cuando se estén comportando de forma apropiada (por ejemplo, al pedir permiso a otro niño antes de coger un juguete).

La conducta de padres y educadores ante los mordiscos de los niños

Para eliminar este tipo de conducta es preciso que padres y educadores intervengan de forma coordinada y coherente. La actitud de todos los adultos ha de coincidir. De nada vale censurar la actitud en la escuela, si se le consiente en casa, o al contrario. Trabajando juntos se identificarán mejor las causas y se responderá de la mejor forma posible. Siempre hay que transmitir, de forma clara y firme, que la agresión no es aceptada en ningún caso, pero, a la vez, hay que ofrecerle un modelo de conducta adecuado: han de saber lo que esperamos de ellos. Y siempre, se ha de conservar la calidad del vínculo afectivo: hay que tratar de cambiar este comportamiento a la vez que se mantiene con él una relación positiva.

Límites al niño que muerde

¡No se puede hacer daño! Es una frase corta que, dicha con firmeza, cualquier niño entiende. Esta norma siempre ha de estar presente, pero seguramente habrá que recordársela en numerosas ocasiones a lo largo de su infancia. Cuando un niño muerde, hay que intervenir con rapidez pero también con calma. Hay que separarlo del grupo de juego (después de haber atendido al niño que ha sido mordido) y mostrarle nuestra desaprobación de una manera que no refuerce el comportamiento. Hay que explicarle, mirándole a los ojos, que a su compañero le ha dolido y que no se le va a permitir hacerlo más. Se ha de tomar un tiempo de reflexión (uno o dos minutos), y no podrá volver al grupo hasta que se haya calmado. Si quiere jugar con los otros, debe parar de morder. También es importante darle la oportunidad de tener una conducta reparadora (ayudar a curar a su compañero, darle un beso, pedirle disculpas…). ¡No me gusta! También los niños deben aprender a expresar su malestar (“No me gusta que me muerdas, me has hecho daño”, “no me quites la muñeca, estoy jugando yo con ella”). Si aprenden a utilizar el “no”, minimizarán la posibilidad de que lleguen a ser víctimas.

Alternativas educativas al niño que muerde

El desarrollo del lenguaje y la comprensión son fundamentales para conseguir el autocontrol y desarrollar la confianza personal y la autoestima. Y, en concreto, a un niño que muerde hay que prestarle especial atención cuando está jugando con otros niños pacíficamente; de este modo sabrá que hay mejores formas de comunicarse y de ser reconocido. Verá que valoramos su buen comportamiento y no tendrá que recurrir a conductas agresivas para conseguir que le hagamos caso.

Lo que nunca se debe hacer es morder al niño que muerde, como castigo o para demostrarle lo que duele. Cuando son muy pequeños, no pueden relacionar el dolor que ellos sienten cuando los muerden con el dolor que causan cuando muerden a los demás. No hay que utilizar la violencia ni la humillación para erradicarlas. Hay que recalcar que los problemas se resuelven dialogando, nunca por la fuerza.

¿Y si, aun así, no deja de morder? Generalmente, cuando se trata el problema de manera firme y coherente, la mayoría de los niños entienden lo que se les dice y enseguida dejan de morder. Pero si a pesar de nuestros intentos, morder se convierte en un problema continuo (sobre todo, cuando el niño sobrepasa los tres años), puede ser necesario buscar la ayuda de un profesional y/o considerar la posibilidad de que el niño esté en un ambiente con menos niños y más atención individual.

Por: Victoria González
Psicóloga
Profesora de Educación Infantil