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La represión está presente en nuestras relaciones sociales, reprimimos lo que no podemos evitar y aquello que sale de nuestro control. Uno de estos mecanismos de continuación y perpetuación del control social es el uso de métodos violentos: castigos, pelas, insultos.

El cuestionamiento a esta legitimación de la violencia supone cuestionar el modo de relacionarnos, el tipo de rol que asumimos como padres/madres, e incluso a la significación cultural de la familia y de los hijos e hijas.

Muchas de las madres jóvenes entrevistadas reconocen que recibieron pelas en su niñez y no reprochan el hecho sino por el contrario lo consideran natural y normal.

Incluso una de ellas, que tiene una niña pequeña, destacaba que le da pelas a su hija para que aprenda a comportarse y no sea una “niña malcriada”, aclarando que lo que no “soportaría es que otra persona, extraña, no familiar, le pegue a su hija”.

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Esta transferencia y reproducción de la violencia de generación en generación, no sólo se circunscribe a la familia. También los niños y niñas se golpean entre sí y sus relaciones están bañadas de violencia cotidiana. Esta relación resulta también “normal” porque es muy “natural” en la convivencia entre hermanos y hermanas, entre amiguitos y amiguitas

Tenemos, entonces, unas relaciones violentas cargadas de coerción social que se transfieren, se aprenden, se moldean y norman en nuestra vida cotidiana en nuestro ambiente familiar, pasando por “dadas” y supuestas”, legitimadas y aceptadas, y casi nunca cuestionadas, porque implican cuestionar nuestra propia práctica social.

La legitimación de las pelas entra en la esfera de lo implícito en nuestro contexto social, los mecanismos públicos no interfieren, ni tienen mecanismos de “control” de las relaciones intrafamiliares porque se supone que este ámbito no le compete.

Las madres y padres tienen la función de formar a sus hijos/as dentro de determinados parámetros de conducta socialmente aceptados como correctos. El cumplimiento de esa función implica que los padres y madres adquieren el derecho—y la responsabilidad—de aplicar castigos sobre los individuos en formación, para sancionar y corregir las acciones de éstos/as que violan las normas establecidas. Es decir, adquieren derechos de administración de la violencia sobre sus hijas/os. Ese derecho a la violencia correctiva encuentra su expresión en las denominadas pelas.

A esa violencia se le confiere un carácter preventivo de la conducta desviada o no deseada socialmente. Vista así, la violencia de madres y padres sobre sus hijos/as no sólo es socialmente aceptada sino considerada como necesaria para la adecuada integración del individuo en formación al cuerpo social; es decir, para contribuir a una socialización efectiva.